Me miró como todavía me miran muchos hombres; con esa intensidad que se traduce en una sensación uterina. Un pellizco en la fascia que reparte una imperceptible convulsión por cada célula. Sentí repulsión por mí.
Volví más de una vez. Todas como intento de resolver el interrogante que se me dibujó desde la primera visita. Cuidé mi vestuario, peinado, zapatos. Me gustaba ir informal, por eso cuidé de abandonar la mujer parisina que me habita cuando me cuelo en el armario. Lo mismo hice con el olor. Me deshice de cualquier fragancia que pudiera ocultarme a su nariz. Creí que alejarme de mi yo cultural me daría alguna respuesta. Y eso era una mentira, en realidad lo hacía para llamar aún más su atención.
Por las noches follaba con Saúl pero cerraba los ojos y aparecía esa mirada. Si me quedaba anclada y dispersa en la monotonía de una lengua circular que adormecía mi clítoris exigente, pensar en sus ojos y el grosor de sus dedos me lanzaba directa a los brazos de un orgasmo tan intenso como la repulsión que volvía a sentir por mí.
Le llamé Saúl, como a todos los demás. Le di el honor de participar en esa categoría.
Un día incluso le dibujé sobre una servilleta de papel mientras contestaba con monosílabos a mi amiga y su tragedia telefónica matutina. Sorbía el café con tragos cortos. Estaba hirviendo. Sostenía el teléfono como si fuera un violín y concentraba cada trazo con cuidado para no terminar rasgando ese papel tan fino sin querer. Me sirvieron las tostadas y en cuanto el plato se coló en mi campo de visión, mi estado de trance se alejó para volver a sentirme algo sucia. Una gota de limón que me saltó sobre el ojo terminó de situarme en el bar. Por qué me pasará lo mismo siempre. Amanda no paraba de parlotear y yo ya volvía a llegar tarde al trabajo. Me llevé la servilleta y la miré a lo largo de toda la mañana. Esa tarde volví a por otra de mis dosis de excitación.
Él era padre, parecía siempre pensativo y tenía un físico espectacular. Comencé a dibujarlo con frecuencia. Yo solía malcomer en bares cerca del trabajo y llené de servilletas con su figura el cajón de mi escritorio. Le dibujaba unas veces de pie, otras sentado, con la mano en el mentón, pensativo, con esa mirada tan profunda y fija en mí. Echaba de menos esa mirada en las calles, en mi propia casa, donde el televisor se cobraba la atención de aquellos que cohabitan en mi hogar.
Esa noche me acerqué a Saúl por la espalda. Estaba dormido cuando llegué a casa, me había entretenido de más en mi paseo de los viernes y aterricé en la cama oliendo a vino reseco. Le agarré de las caderas y busqué su polla dormida entre los pliegues de muslos y barriga. Se revolvió y me impuse con fuerza para hacerle saber que no tendría opción de escapar. Cerré los ojos y mientras le olía el cuello le amasé su carne blanda hasta que fue tomando forma y supongo que color. Mi Saúl tenía la entrepierna corta y gruesa. Pensé que la de aquel mono sería igual así que la moví con ahínco pensando que esta picha que cada vez se endurecía más podría perfectamente cuadrar con la del Saúl primate que me miraba al otro lado de las rejas. Me gustaba oler a mi hombre. Me excitaba pensar en mis paseos por el zoo. Siento de nuevo repulsión por mí; la justa para agitar aún más mi pecho y mojar mis bragas con la escena. Saúl intentó decirme algo y le callé con una advertencia y un mordisco. «Lo que quieras decir me lo dices gimiendo» , le dije mientras le hinqué los dientes en el cuello y golpeé tres veces su pecho. «Qué animal eres Amanda, me encantas». «No lo sabes tú bien, Saúl ».